
Asilo Cinco
Antolina Ortiz
RESUMEN / SUMMARY / RÉSUMÉ
El cuerpo del silo número cinco era la extensión misma de su cuerpo, la extensión de sus sueños. La estructura abandonada exponía su osamenta de acero oxidado. Parecía vigilar a la ciudad de Montreal, pero desde lejos y agotada, como lo hacía él ahora. Toda su vida era un vacío. Como el silo. Y sin embargo, ambos seguían de pie. “Un asilo en el silo”, dijo aquel hombre. Y se preguntó: “¿Qué podía traer el futuro? ¿Un nuevo proyecto de vida? ¿Una demolición?”
The body of Silo 5 was but an appendage of his own body, an echo to his dreams. The forgotten structure exposed its rusted steel skeleton. It seemed to surveil the city of Montreal from afar, as wearily as he was. His existence was as hollow and desolate as the towering building. But both, man and edifice, were still standing. “My asylum in a silo,” said the man, as he asked himself: “What could the future bring? A new life? A demolition?”
À vrai dire, le Silo no 5 était un prolongement de son propre corps, à l’image de ses songes. L’édifice abandonné exhibait une ossature rouillée. Il semblait observer Montréal de loin, cédant à la même lassitude que lui. L’existence de l’homme était vide, aussi creuse et désolée que le silo. Mais tous deux, l’homme et le bâtiment, étaient encore debout. «Un asile dans le silo», se dit l’homme. Et il s’interrogeait: «Qui sait ce que nous réserve l’avenir? Une vie nouvelle? Une démolition? »
El cuerpo del silo número cinco era la extensión misma de su cuerpo. O más bien, era la extensión de sus sueños, grandes como un palacio de acero, pero ligeros como el viento. La gigantesca estructura de concreto y metal construida a lo largo de cincuenta años y abandonada desde 1994, exponía su osamenta de acero oxidado como un exoesqueleto sobre medio kilómetro de terreno y sesenta y seis metros de altura. Parecía vigilar a la ciudad de Montreal, pero desde lejos y agotada, como lo hacía él ahora. “I lost my baby, I lost my darling”, murmuraba el hombre sin hogar, queriendo que aquello que tarareaba se pareciera en realidad a la canción de su amigo Jean Leloup, pero iba demasiado cabizbajo para imitarlo y además se protegía los ojos del brillo del sol que estallaba en los cristales rotos del edificio. “¿Dónde quedaron mis sueños de gloria?”, se preguntaba el hombre, empinando otra botella de Molson frente a sus labios. No sabía cuánta cerveza iba a tomarse esa mañana. “Ben voyons donc!”, gritó, con su acento de Europa del Este y la botella cayó vacía junto a las demás.
Todo en su vida estaba casi vacío. Como el silo. Como el viento en el follaje que invadía los gruesos muros arruinados. Y sin embargo, ambos seguían de pie: el silo y él.
Aquel lugar lo atraía como la frágil voz de la vida que todavía circulaba en él, con sus grafitis incomprensibles que aún se esforzaban por explicar algo en las paredes. TRIP, decía uno de los grafitis, pintado en azul sobre el óxido patrimonial. Esa palabra TRIP, lo remitía a un viaje, TRIP, a un pasón, TRIP, a un tropiezo. Y así, aquel hombre delgado como el viento pero con manos duras que forjaban el acero, que lo torcían para crear sillas, camas, lámparas y arte, sintió que encontraba su casa, su asilo, en medio de aquel caos, al final de la vía de tren también abandonada de aquel lugar.
“Un asilo en el silo”, dijo aquel hombre y luego dejó que Jimmy Hendrix acabara su idea: “Forgive me while I kiss the sky”, dijo con una amargura en la que ya no quedaba rastro de otra cosa.
De este lado del canal de Lachine, los doscientos seis silos y él encontraron la paz del abandono. Sólo las estructuras masivas en esa zona de Montreal, en la Pointe-du-Moulin, sólo los sueños masivos de forjar algo a partir de metal, le hablaban todavía, recordando la actividad tan intensa que hubieran tenido hace unos años aquel hombre y aquel sitio. Montreal fue el principal puerto de exportación de granos del mundo. Ahora los silos, los muelles, los canales, las cintas transportadoras y las uñas negras del hombre contaban sus historias sin que ya nadie pudiera oírlas. El hombre llevaba años sin ver la luz azul cegadora tras su careta de soldar, sin tomarse una copa en una galería de arte, y extrañaba demasiado su estudio en la granja de su amigo en los Laurentides. “Ha muerto el artista”, susurró casi riendo, “apenas queda el hombre”.
Y después de un momento añadió, como si rezara: “Aquí hay un equilibrio perfecto”, recorriendo con la mirada las formas elegantes y puras, austeras, que brotaban del concreto. El hombre entró en el silo como si entrara en una catedral. El eco multiplicaba sus paso y, por un momento, se sintió acompañado. Todos los materiales utilizados en aquella construcción eran inflamables, lo que evitó que explotaran con el polvo de los granos que albergaron. El hombre reconoció las líneas perfectamente balanceadas, los muros y techos de concreto sólido que abrían su refugio de orden bajo la luz. Como la gente que iba a los templos, él caminaba por ese lugar para disolverse un poco en el aire. Reconocía en el silencio de las máquinas el silencio de su propia vida al pasar, casi como una explicación espiritual, aunque vacía de Dios.
Un gran número de palomas voló al escucharlo entrar. El edificio monumental parecía tan alto que no necesitaba de un cielo verdadero: tenía su propio cielo interior. Allí también llovía sin necesidad de nubes ni tormentas. Los muros eran ciegos. Aquello, se decía, era una máquina. O un inmenso insecto dormido. En alguna parte sonaban voces jóvenes. No se entendía lo que decían, pero el olor a mariguana impregnaba la inmovilidad del tiempo.
El hombre se sentó bajo la estructura de bandas transportadoras. Todo se mantenía tranquilo, pero no muerto. El edificio era como esos animales que cuando duermen vuelven más claras las líneas de su respiración. El hombre quería tocarlo todo, intervenir con su soldadura y transformar aquello en algo más bello, como lo había hecho cuando creaba su arte-objeto. Pero en vez de eso permaneció exhausto, admirando en silencio el silencio. Sacó de su bolsa un cuaderno y las crayolas. Sus dibujos eran lo que quedaba de sus trazos de niño de cinco años, allá en Hungría, hace tanto tiempo. Simples esbozos de un gran sueño que quiso plasmar sobre metal pero que se desbordó de su realidad. Ahora tenía más de sesenta años. Y se sentía ligero, como este silo inmenso, que aquí seguía, pero que ya no servía de nada. ¿Qué podía traer el futuro? ¿Un nuevo proyecto de vida? ¿Una demolición? O quizás sólo el lento transcurrir del tiempo sobre sus pieles ya agrietadas.
“Mi intención fue construir objetos que estuvieran vivos y que fueran espirituales, que permanecieran bellos a pesar del tiempo y de nosotros…”, pensó el hombre, mientras dibujaba formas como si encontrara vidas. Así, por un instante muy breve recordó su escuela en Kiskepzo. Y también recordó a sus hijas. Sus manos se dedicaron a forjar metal mientras él se convirtió en viento y ahora sólo quedaba eso: esa ausencia tenaz, esa incómoda nada. Como algo que silba al desgastar el concreto. “En mí no hay equilibrio”, reconoció el hombre, mirando el equilibrio de las estructuras a su alrededor.
El aire se levantaba en el interior del silo número cinco, del asilo temporal de aquel hombre, como si todo aquello fuera un esqueleto, pero estuviera vivo. Entonces la voz del hombre se levantó con sus dedos, apuntando al cielo imaginario de ese sitio. Y, como coro de catedral, llena de vida, el hombre cantó: “I lost my friends, I lost my mind”, con la canción de Jean Leloup, mientras el sol bajaba hacia el Mont Royal, del otro lado de Lachine. La noche llegó igual que cualquier otro día, e igual que esa noche y ese día terminó también por irse él. Como se van los sueños. Y sólo quedaba el metal, oliendo a soldadura, a mariguana. Sólo el concreto quedó, liviano como el viento.

Antolina Ortiz was born in Mexico City in 1971. She studied at the French Licee, then continued her studies at the Universidad Iberoamericana, where she majored in Philosophy, and later taught for a few years.
In 2000, she migrated to Montreal, where both her children were born; Marco in 2002 and Camila in 2005. Her novels Tres Silencios (Editorial Imaginarial), Otumba (Editorial Mapalé), and Seda Araña (Editorial Paralelo21 / Escritoras Mexicanas) have all been awarded with international prizes and were also born in Montreal.
She is passionate about writing and traveling, and by following her heart, she decided to home school her children for seven years (along with 30 other children), in the small town of Coatepec, in Mexico. The idea was to give her children the possibility to travel, and study in a humanistic and ecological environment. She founded the project Morfo dedicated to the expansion of independent studies in México. She also founded the “Centro Ecológico y Cultural Liquidámbar AC.” with her now ex-husband. She helped co-ordinate the planting of over 11 thousand trees in the mist forest of Xico.
In 2017, she returned to Montreal, where she now works as a writer full time. She has written short stories to be included in several anthologies including “Historias de Montreal”, “Historias de Toronto”, “Historias de Vancouver”, “Mexicanos en Canadá”, “Escritoras Mexicanas”, « Relatos entrecruzados », etc. It is her intention to translate her work into English and French in the coming years, as she has decided to continue working in her native language. She was preparing to present her work at Blue Metropolis in May 2020 when the world changed.